Una de las cualidades que tiene la memoria es que nos hace olvidar aquellos momentos turbios del pasado. Así con los años vamos construyendo un mundo idílico que nunca existió, sino que simplemente al remontarlo nos topamos con la versión editada cuyos contenidos incomodos han sido censurados. Sorprendentemente, escuchar las narrativas de algunas figuras de política pública nos enfrenta a un pasado en el que el estado manejaba de forma eficiente las finanzas, la educación era de calidad y nadie podía quedarse sin atención médica.

Un espejismo de este mundo ideas lo muestran los operadores de telecomunicaciones, gran parte de ellos pertenecientes a entidades públicas. Es que la memoria traiciona y nos hace olvidar todo aquello que era malestar germinando entonces un pasado idílico donde los errores eran perdonados y la necesidad, la pobreza y la precariedad no son vistos en dolorosos grises sino llenos de matices multicolores que proyectan alegrías.

Pocos recuerdan aquella antigua economía informal de las telecomunicaciones que veía su comercio en la venta de líneas fijas o incrementaba el valor inmobiliario de la propiedad con teléfono se hacía obsoleta, el modelo de facturación prepago intentaba democratizar (al menos para quienes no se ubican bajo los índices de pobreza extrema) el servicio de telefonía.

Fueron tiempos en los que el teléfono público era un tótem de la modernidad y figura esencial de todo plan de modernización y expansión de las telecomunicaciones. Como olvidar que se cuantificaba a un ser humano o pequeño poblado como conectado si poseía un teléfono público a menos de un kilómetro de distancia.

Pero el tiempo pasa, nos vamos haciendo viejos, y mientras esto sucede entidades multinacionales con sede en lugares que nada tienen que ver con los países en desarrollo emite como formula mágica la venta de activos públicos como método de deshacerse de operaciones deficitarios que erosionaban al presupuesto nacional.

Una de las caras de las privatizaciones y/o liberalizaciones de la industria de telecomunicaciones de América Latina y el Caribe tuvo como una de sus múltiples consecuencias mostrar como un sector que anteriormente era sinónimo de crisis, deterioro y desactualización se convertía en eje clave de la economía. Independientemente de la posición filosófica o política antes como se trabajó la llegada (o regreso) de entidades privadas a proveer servicios de telecomunicaciones, lo cierto es que muy pocos despreciaron los miles de millones que acompañaban a los nuevos propietarios.

Localmente los cambios en las grandes urbes metropolitanas fueran extraordinarios, sobre todo en aquellas localidades que albergaban a los segmentos ABC+ de la economía. Precisamente fueron los segmentos con menos poder adquisitivo los que se enfrentaron con la otra cara del crecimiento de la industria de telecomunicaciones pues, como en una película de ciencia ficción, todo ocurría en la lejanía – se conocía sobre la modernidad, pero verdaderamente no se comprendía el alcance de las nuevas tecnologías que llegaban al mercado. Tampoco fue de mucho interés para la gran mayoría de los servidores públicos de finales del Siglo XX y principios del Siglo XXI el destino de un 20% de la población con bajo poder adquisitivo y una presencia en urnas casi inexistente. Algún cínico afirmaría que al día de hoy esta situación no ha cambiado.

El lento pasaje del tiempo trajo consigo modificaciones en los reglamentos para permitir esquemas como “el que llama paga” y la profesionalización de los esfuerzos de administrar correctamente el espectro radioeléctrico se tradujeron en miles de millones de dólares en nueva inversión para las economías regionales. En esos primeros años las tasas de crecimiento mensual eran asombrosas y las noticias continuaban siendo alentadoras. Aún en aquellos mercados donde el ingreso promedio por usuario en telefonía (ARPU por sus siglas en inglés) se reducía la gran masa de nuevos clientes junto a nuevos servicios como la mensajería de texto y la navegación a Internet servían para contrarrestar o al menos desacelerar la disminución del gasto mensual promedio que hacia cada cliente.

La industria continuó madurando y los requisitos de nuevas tecnologías inalámbricas fueron evolucionando para incluir fuertes inversiones en infraestructura que anteriormente no eran necesarias. Si por gran cantidad de años los pares de cobre que llevaban enterrados por décadas fueron suficientes para conectar alguna que otra antena, la llegada de una tecnología completamente IP prometiendo velocidades en los cientos de Mbps forzaba un replanteo de la arquitectura de red del operador. En otras palabras, había llegado el momento de la fibra óptica y los costos agregados que su despliegue puede tener en cada mercado.

El resultado a sido el renacer de la industria satelital que ve en el crecimiento de las redes móviles totalmente IP una oportunidad de ofrecer conectividad en zonas rurales a las que no se podría llegar de manera costo eficiente con redes de fibra o microondas.

Simultáneamente, el mercado global de telecomunicaciones continuaba su proceso de transformación por medio de la consolidación. Este proceso vio la desaparición de numerosos proveedores de infraestructura y dispositivos eliminando de esta forma la pelea sin frenesí que caracterizó la década final del siglo pasado y los primeros años del Siglo XXI. Los contratos donde se daba un 100% de financiación y el operador solo comenzaba a pagar cuando generara ganancias nunca regresarían. Lo que llegó para no marcharse fueron los pedidos incrementales de los gobiernos regionales a los operadores para que impulsen la conectividad rural.

Mientras se daban estos cambios con la llegada de redes más sofisticadas, teléfonos que se han convertido en pequeñas computadoras y una cantidad incremental en uso de aplicaciones por las que el operador de telecomunicaciones no puede cobrar existe un factor que no mutó. Por el contrario, la expectativa recaudatoria de los gobiernos ante la llegada de las promesas de 4G y 5G ha incrementado. En este sentido, se espera que los operadores reduzcan los tiempos para ofrecer cobertura nacional poblacional superior al 95% mientras pagan por el uso y control de bloques de espectro radioeléctrico montos por MHz/POP superiores a los de muchas regiones de Estados Unidos o lo reflejado en mercados como Alemania, Reino Unido y Francia en los pasados veinte años.

Estamos en un presente en el que la mayoría de las autoridades de gobierno que contempla al sector de las telecomunicaciones lo que observa es la posibilidad de que sea este la gallina de los huevos de oro que permita cuadrar el presupuesto. Los estudios sobre el impacto de las telecomunicaciones en la sociedad, su posible impacto positivo en la economía y su imperiosa necesidad como elemento para promover transparencia y derechos humanos ha pasado a un segundo lugar.

Ignorar este objetivo de inclusión para enfatizarse en el corto plazo recaudar fondos de cualquier manera lo que recibirá como respuesta es el rechazo a participar en nuevos procesos de concesión de licencias, el regreso de concesiones y el atraso en el lanzamiento de nuevas tecnologías. No se pide que se reinvente la rueda, solo que se piense en el costo oportunidad de unas cuantas monedas ahora en lugar de cientos de escuelas rurales conectadas el día de mañana.

¿Por qué en lugar de procurar grandes recaudaciones no se buscan proyectos que permitan conectar a quienes no tienen la posibilidad de utilizar servicios de telecomunicaciones? No hablo de simple cobertura, sino de una estrategia inclusiva para reducir la pobreza que además de la infraestructura contemple el desarrollo y utilización software (de uso abierto, mejor), la capacitación y la disponibilidad de dispositivos para conectarse a la red. Como he dicho antes, el desafío no es una simple cuestión de conectividad o acceso, es una cuestión de desarrollo e inclusión.

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