Hoy al igual que ayer, en algún momento del día escuché a una persona repetir que nos encontramos en una nueva normalidad. Dentro de las pocas neuronas que aparentemente poseo según uno que otro troll informático de redes sociales, la nueva normalidad debe referirse a la realidad en que nos encontramos gracias a la pandemia que viene impactando al planeta desde diciembre del año pasado.

Dicho de forma más sencilla, se trata de la disrupción del comportamiento tradicional, la ruptura de la rutina y la veda a visitar lugares anteriormente comunes, desde una perspectiva puramente geográfica.

Visto desde esta perspectiva, la nueva normalidad es un novedoso chillido de queja ante la pérdida de privilegios de un pequeño porcentaje de la población. Es como cuando una sequía afecta al sector agrícola y cientos de pequeños agricultores se quedan sin productos que vender, alterándose su vida de formas inimaginables hasta el punto de llevarlos a una nueva normalidad.

Lo mismo podría decirse de las poblaciones costeras que repentinamente son golpeadas por un huracán de esos que se supone pasen una vez cada cien años, pero que últimamente vienen de tres en tres cada doce meses. Esas viviendas que quedan destruidas, sumergidas, sin techo e imposibilitadas para albergar familias y protegerlas. Aquellos destruidos hogares son una excelente muestra de lo que es la nueva normalidad para un importante segmento de la población.

La contrariedad es que mientras esos segmentos andaban de pioneros en nuevas realidades, tratando de sobrevivir su nueva verdad, en la metrópolis los actores de siempre estaban anclados en su pretérita normalidad. Si fuese mal pensado, cosa difícil ante la carencia de neuronas, llegaría a pensar que lo novedoso no es el contexto que se vive sino a quien está impactando.

Hablan de nuevas verdades como si fuese el multiverso de un mundo de superhéroes que al viajar por diferentes dimensiones van encontrándose a si mismos. También hay cierto nivel de resignación y hasta victimismo al momento de señalar al culpable de los males pasajeros que nos inundan en estos momentos. La nueva verdad es la catarsis, esa sublevación infinita, ese desquite con el tiempo, un pase gratis al cielo, una moderna indulgencia.

La dificultad deriva de ese cuestionamiento irritante sobre cuales son los mayores obstáculos que nadie pudo ver, aquellas cosas tan terriblemente inesperadas que se salen del esquema preventivo de cualquier grupo representativo de la humanidad.

Será que me equivoco, pero el problema no son las preguntas sino las respuestas que se obtienen. Escuchar sobre las fallas de las redes de telecomunicaciones, sobre quienes no tienen conexión, pensar que hay quienes necesitan un crédito de pocos dólares para no ser desconectados, que escuelas sin Internet son premiadas con un freno al pago de salario de sus docentes, que los hospitales más remotos siguen sin poseer los equipos necesarios para hacer su labor.

¿Acaso la nueva normalidad de unos es la eterna normalidad de otros? Todo parece indicar que sí. Con razón los planes de inclusión no sirven para nada ya que no ofrecen un retorno de inversión donde resulta imposible implementarlos. Los planes de desarrollo nacional tampoco merecen ser mencionados pues si fueron engendrados bajo las alas de una administración anterior, ¿cómo mostrar que si se trabaja por el pueblo?

En fin, desde la estupidez que me caracteriza, la nueva normalidad es un simple eufemismo más para describir las numerosas brechas existentes en nuestra sociedad, incluyendo las digitales. No poder salir de casa es el nuevo normal; mientras ver una niña con hambre, analfabeta sin la posibilidad de ir a la escuela y con peligro de ser explotada sexualmente es una normalidad tradicional en algún punto de la geografía.

Si sabemos esto, ¿por qué no intercambiamos normalidades?

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