La censura tiene diversas características, siendo la más conocida frenar la divulgación de cualquier narrativa que vaya en contra de los intereses de quien ejerce el poder. Entre sus consecuencias la más común es la anti-censura o la censura se imponen algunas personas para no violar ese pacto que se sostiene por miedo a repercusiones que violentan los parámetros de cualquier normativa tradicional de derechos humanos.

Larra definía a la censura de forma escueta pues es un orden de comportamiento donde las críticas no están permitidas. Evidentemente pocos gobiernos de la actualidad podrían definirse bajo estos términos tan dictatoriales. Hasta los gobiernos más autocráticos permiten alguno que otro medio que critique al régimen, pero esta crítica tiene que ser muy medida pues es una apertura fingida pues busca legitimar al régimen al proveerle elementos que prueban la existencia de una oposición. No importa que sea débil y temerosa o que frecuentemente sea intimidada por las fuerzas del orden. La censura no tiene que ser explicita para surtir efecto.

Lo mismo no puede decirse de los grandes monopolios globales que comercializan productos y servicios a las masas. Sobre todo aquellos que cuentan con plataformas desde las que alegan imponer una nueva relación con el individuo que no ha sido definida por la legislación local y por lo tanto se requerirá una revisión del código legal vigente para integrarlos al resto de la economía.

Curiosamente, son las palabras de Mariano José de Larra las que muestran mayor precisión al momento de describir el mundo digitalizado del presente al afirmar ”lo que está permitido es alabar”. Se deben alabar las mismas plataformas tecnológicas, las mismas empresas y las mismas narrativas. Cualquier desliz será castigado por el peor de los tormentos: el ostracismo digital del que pocos salen bien librados.

Ante esta eventualidad, la consecuencia inmediata es la adopción sin protesta de la autocensura con el agravante de una ageografía que permite controlar el comportamiento de la víctima en todas partes y todo momento. Así queda grabado para la posteridad cualquier comentario juzgado como no favorable para la entidad nombrada. El perdón y la memoria nunca coinciden en este nuevo mundo digital.

La situación se ve más compleja si aceptamos el precepto de que nos acercamos a un mayor número de narrativas globales que tienden a olvidar al más pobre, al que precisa soluciones locales pues el libre mercado por obra y gracia del espíritu de Adam Smith logrará solventar la asimetría de riquezas existentes en la mayoría de los países del Sur. Narrativas que presentan modelos de negocio relacionados a las tecnologías de información y comunicaciones (TIC) como oportunidades de acelerar el salto hacia la clase media para un gran porcentaje de la población,

Precisamente en muchos de estos modelos, es que la autocensura se hace presente para ocultar las tasas de deserción de los trabajadores de la economía colaborativa. Las promesas de un Uber, por dar un ejemplo, no sólo no se han cumplido sino que han rayado tanto en la falsedad que el gobierno de los Estados Unidos ha multado a una empresa que denomina a sus conductores como simples usuarios de una aplicación, colocándolos al mismo nivel que el pasajero que solicita un auto; no se ofrecen servicios de transporte sino de colaboración.

En otras palabras, según Uber, solicitar y pagar un servicio de transporte por medio de una aplicación móvil y que el servicio sea ofrecido por un autobús, un barco o un avión es distinto a solicitar sus servicios por Uber.

Obviamente, las razones para la aparición tanto de Uber como de otras empresas de la economía colaborativa como Airbnb son obvias: mal servicio de empresas establecidas, sobre costos y mala atención al cliente, entre otras. Esto no implica que estas empresas estén por encima de la ley, sobre todo en el trato a sus trabajadores aunque no los quieran denominar como tales y unilateralmente les modifiquen la relación.

El argumento de una nueva economía no debe implicar olvidarse de los elementos que son parte de la antigua economía donde los gobiernos mediante la regulación ponen límites al comportamiento de todos los actores del mercado. La nueva economía tampoco exime a las empresas de pagar impuestos (aunque en algunos casos es muy difícil cobrarlos) que constituyen el capital con el que cuenta el gobierno para mejorar la infraestructura que beneficia a todos.

No se debe olvidar que la autocensura también se hace presente en el sector de telecomunicaciones. Entre los temas que parecen tabú se encuentran los servicios de televisión paga, estos eventualmente seguirán el camino de la larga distancia y los mensajes de texto. Más temprano que tarde los ingresos por usuario de este segmento colapsaran forzando a los proveedores del servicio a evolucionar su portafolio de servicios.

Del mismo modo, evolucionarán todos los operadores de telecomunicaciones que reconocen que un futuro en el que su rol sea transportar datos no es atractivo ni promete grandes ingresos. El mundo de los contenidos es el que cobra más interés para todos los actores del mercado. Eventualmente quienes no logren hacer el salto se convertirán en presa fácil de esos actores no tradicionales que actualmente viven de la creación y/o distribución de sus contenidos.

Referencias

La imagen es de Pixabay.

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