La literatura en ocasiones juega una mala pasada a los escritores, esos artesanos que construyen universos enteros con palabras. Muchos de ellos son recordados por frases póstumas que nunca dijeron. Desde “el fin justifica los medios” que nunca aparece en El Príncipe de Maquiavelo hasta el “ladran, Sancho, señal que cabalgamos” que jamás enunció El Quijote.

Jorge Luis Borges tampoco se ha librado de esta extraña jugada del destino y que paradójicamente incrementa su eterno legado a las letras españolas. Me refiero al poema apócrifo Instantes donde un fantasma literario inserta en versos una voz autobiográfica que se arrepiente de la historia de su existencia. Los versos están tan bien construidos que cualquier conocedor de la biografía Borges puede coincidir en que sí hacen referencia a la vida del escritor. No obstante, quienes conocen sus escritos no pueden identificar el lugar de esas palabras en la biblioteca de Babel.

Lastimosamente el mundo ya no es tan sencillo, el papel ya no carga consigo tanta responsabilidad como en un pasado y Borges se desdibuja en el inconsciente colectivo de los más jóvenes.

Los miles de mártires que se sacrificaron por mantener la confidencialidad de un mensaje cifrado son cosa del pasado. Hoy los senderos se bifurcan para entregar en el otro rumbo, el ignorado por Frost, la gratificación inmediata del mundo binario. Explorar para develar en pocos segundos lo que en la vieja Alejandría podría tomar años. Los ábacos son fósiles y las formulas vestigios de otra era, lo importante es colocar en el lugar correcto pequeños artefactos que recopilen y procesen información con la esperanza de poder programar las preguntas correctas a estas nuevas manchas del jaguar.

Ante tanta velocidad, aunque engendros de una mentira, los sencillos versos de Instantes imponen la autorreflexión: conocernos o desdibujarnos ante la imagen de un ser desdichado. Sí, ese al que la vida le pasó por el lado mientras se centraba en asuntos insignificantes. En otras palabras, es el Scrooge de Dickens sin los tres fantasmas que salvan su alma.

Quien quiso aspirar a ser Borges nos advierte en una estrofa de dos versos que lo importante, como le hizo comprender una rosa al principito, es invisible a los ojos. Quizá por tal razón en lugar de versificar las tumbas de Chacarita, el homenaje ha querido llegar al idealismo de Tlön, quebrando la regla principal de los espejos: mostrar un reflejo diferente al que contempla con la quijada aglutinada de sustantivos que repiten constantemente los mismos versos: “por si no lo saben, de eso está hecha la vida, sólo de momentos; no te pierdas el ahora”.

Un ahora que tiene tantas interpretaciones como seres humanos hay en este mundo. Un ahora que en el poema nos remonta a un mundo análogo donde los viajes en calesita implican una diversión calmada que contempla cada crepúsculo sin preocuparse del clima, los deportes o la demagogia. Un mundo donde tomar un helado implica movimiento y donde jugar con niños no contiene las macabras advertencias de una realidad plagada de advertencias, desconfianza y más de un loco suelto. Como comprendió el personaje de H.G. Wells cada vez que intentaba vencer a la muerte, el tiempo tiene un sentido de humor tétrico a la hora de presentar lo inevitable.

El ahora digital se jura distinto, más corto y supuestamente más eficiente. Si antes se precisaba de todo un Funes para almacenar la existencia, ahora basta con un semiconductor de memoria. Antes bastaba con acumular el conocimiento en libros, ahora es oportuno ver un pequeño video que condense el conocimiento puntual deseado. Para que preocuparse con ver el arco iris si con ver un simple color es suficiente. YouTube es un apodo del Aleph.

Sin embargo, este mundo que prima la información rápida sobre el contexto ofrecido en largas explicaciones es deshumanizante. Ahora los desastres duelen el tiempo que decidan darle los noticieros y las tragedias extranjeras parecen reducirse a dar lecciones de geografía. Esta semana se aprende dónde está Myanmar y hace un par vimos lo cerca de la ubicación de las Bahamas, en los próximos meses aprenderemos sobre la existencia de un lugar llamado Kigali donde apenas hace treinta años donde ahora hay Internet solo había machetes goteando sangre.

Cualquier similitud a lo narrado por Carpentier, lo grabado por Calvino y lo advertido por Asimov es pura coincidencia. Cada segundo nos acerca a ese mundo novelizado por Orwell y satirizado por un Moore que decide reivindicar a Guy Fawkes, rescatándolo de la muerte, para que complete su venganza. Misión que lo ha visto renacer anónimamente expandiendo su mensaje en decenas de idiomas. Nuevos instantes no calculados durante la vida del escritor.

Pero siempre algo permanece: el poder de las palabras. Así como en el Génesis vimos a Adán posicionarse sobre todos los animales del mundo al nombrarlos en un mundo cada vez más binario también nos encontramos que las palabras tienen consecuencia. El juego ahora consiste en evitar utilizar términos cargados de obligaciones, manipular datos para evitar que se llegue a alguna decisión en particular. Mejor producir circunloquios, abusar eufemismos y esperar a que un nuevo ciclo de noticias imparta una nueva lección de geografía.

En un mundo binario es difícil analizar cualquier problema si nos auto-limitamos del tiempo disponible para lamentar. Sí, porque los sentimientos fuertes son los que venden, los que mantienen la lealtad de la audiencia. Es necesario hacer majestuosas reuniones donde se invitan personas con una visión similar, como oradores y asistentes, para discutir los males de la región desde la distancia.

Predicar a convencidos, con palmaditas en la espalda acompañadas de infinitas congratulaciones y sin que el verbo llegue a convertirse en acción. Defenestrar el compromiso pues no es conveniente hurgar polémicas. La ignorancia es felicidad. De haber problemas siempre puede algún ministro tomarse la foto junto a un niño descalzo y sonriente que tiene en sus manos un portátil – puntos adicionales para la foto si el niño es indígena, negro o mulato.

Aunque no todo es desesperanza, hay osadías que se han propuesto resolver los problemas con las herramientas disponibles. Antes se precisaba un pulpito, ahora una simple conexión que cumpla en el mundo digital con las tertulias de antaño: intercambio de información, debates de ideas y la inspiración de los intelectuales. Hay que edificar una estrategia que vaya desde la jurisdicción más pequeña hasta la propia sede del gobierno y que logre inspirar cambios.

Sí, muchísimo más sencillo decirlo que hacerlo en un mundo donde un par de billetes otorgan más conocimiento que varias décadas de experiencia. De esta manera, un oleaje de nuevos expertos que a fuerza de monedas logran imponer una agenda centrada en la protección de la empresa y la continuidad de un acercamiento que favorece el estatus quo de conectividad asimétrica, brechas digitales y pocas responsabilidades para la empresa. Así como Rodrigo Díaz de Vivar soportó los abusos del poder, así los toleran en la actualidad los gobiernos.

Los nuevos mercaderes del templo tienen como ventaja la sutileza, el elogio vacío y el arte de plagiar ideas de terceros para presentarlas como propias. Emulan la técnica de los populistas que solo saben actuar de dos maneras: atacar a los rivales que tanto daño le están haciendo a su gestión o acreditarse cual logro positivo que surja dentro del semillero nacional sin que esto les provoque una sola gota de sudor. ¿Acaso se han silenciado los perros y estancado el Quijote? ¿Dónde han encerrado a Pierre Menard?

Tal vez los instantes digitales sean distintos. Las reglas han cambiado y continuarán cambiando. Así como un terremoto o un huracán tienen consecuencias sociales, la digitalización de forma acelerada va modificando comportamientos para bien y para mal. Comportamientos que pueden parecer novedosos al momento pero que han sido descritos desde Altamira hasta el presente, siempre es lo mismo: el fuerte contra el débil.

Así algunos tomarán al zahir como una oportunidad para crear lazos y otros como daga para adelantar una agenda personal. Antípodas de Judas y sus treinta monedas de plata. Pero como bien finalizó el poeta,  poco importa que alguien tenga 85 años y sepa que se está muriendo.

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