Entre la gran variedad de consecuencias del COVID19, se encuentra la migración de actividades cotidianas al mundo del Internet, el incremento en videollamadas grupales para conectar con amistades es un resultado poco comentado de esta maldita pandemia. Del lado menos relajado, el mundo laboral, muchos han experimentado la migración de su oficina al hogar. Un peregrinaje para el que gran cantidad de personas no estaban preparadas pero que con el paso del tiempo se ha hecho más familiar.

Como parte de esa normalidad digital, se ha observado un fuerte aumento en presentaciones provistas por distintos actores de la industria de telecomunicaciones. El incremento en charlas, webinarios y podcasts ha superado la demanda. Es prácticamente imposible lograr participar de toda esta impartición de conocimiento pues el día tan sólo cuenta con 24 horas. Algo un poco triste pues algunas de las charlas que están ocurriendo merecen no solo nuestra atención, sino la de los líderes que supuestamente nos tienen que guiar durante estos meses de aislamiento.

De todas formas, la vida nos regala de todo un poco como si deseara evitarnos el aburrimiento. También están las charlas, usualmente en las que uno logra conectarse, en las que se presenta como tartamudeo tragicómico la aseveración en que se da vivas al Internet y al mundo de las telecomunicaciones pues nos han permitido seguir con un poco de normalidad los días de cuarentena, muchas veces autoimpuesta. Ese humor tan oscuro que se desborda de la ley de Murphy.

Sin embargo, cada vez que escucho esa frase inmediatamente se forman en mi mente interrogantes como ¿normalidad para quién? ¿acaso la informalidad no constituye cerca del 50% de la fuerza laboral en América Latina? ¿Qué equipos y qué conexiones de banda ancha son las mínimas que podrían clasificarse como cercanas a la normalidad? ¿Acaso será una nueva burla de la ley de Murphy?

La raíz del problema la conocemos todos: es el egoísmo y la natural tendencia al protagonismo. Muchas veces pecamos de reducir a la humanidad a nuestra realidad y gracias al maravilloso mundo del Internet hay quienes alegan que nos estamos volviendo más intolerantes. Nos interesa escuchar y leer a quienes comparten un discurso similar al propio, donde el mundo es color de rosa y los unicornios nuevamente son animales mitológicos. Esto sin contar al rechazo que gran parte de la sociedad siente hacia las malas noticias, hacia todo aquello que lo pueda llegar a sentirse culpable o al menos parte de un mundo privilegiado que representa a una porción minoritaria de la población. De los que reciben a la pandemia con el vaso y el refrigerador medio llenos.

Es por tal razón, que atreverse a decir que la pandemia ha exhibido las grandes diferencias en acceso a servicios de telecomunicaciones es valentía de unos pocos. Como si salieran de las entrañas de Sherwood, afirmar que las brechas digitales están mostrando su lado más doloroso (y peligroso) en un momento donde la información puede significar la diferencia entre la vida y la muerte no es algo popular. Recordar máximas como el “conectar a los desconectados” se transforma en rezo incómodo en un mundo donde lo fácil es adorar ídolos de oro. ¡Qué mal le va a los Robin Hood modernos!

Precisamente por todas estas razones es necesario ahora más que nunca comenzar a hablar de la inclusión digital. Sí, esas dos palabras que han llenado la boca de muchos hacedores de política pública y que tras cada terremoto, huracán o pandemia nos damos cuenta de la importancia de convertir tanto verbo en acciones concretas.

¿A qué me refiero con inclusión digital? Sin entrar en definiciones barrocas cuando uso este término me refiero no tan sólo ofrecer acceso a las tecnologías, sino también capacitación en línea con un organigrama logístico que cubra todo el soporte que una comunidad pueda necesitar para el uso sin problemas de las telecomunicaciones.

Hablar de inclusión digital es trasladar ese derecho humano de cuarta generación que tanto orgullo causa en discursos y libros de texto al mundo de las acciones. Es saber que estamos, para utilizar uno de los verbos favoritos de los evangelistas digitales, empoderando a la población al darle herramientas que le permitan mejorar su calidad de vida por medio de la identificación de nuevas oportunidades.

Obviamente, el lado oscuro de la fuerza que promueve a la inclusión digital nos recuerda que hablar del tema es muy fácil en zonas que ya cuentan con cobertura porque los operadores ya han identificado un retorno de inversión en esas localidades. El problema surge cuando el tema de la inclusión digital lo impulsa los pobladores de localidades ignoradas por los prestadores de servicio privado y también por el gobierno. Es un incómodo recuerdo de que no todas las promesas de campaña pueden cumplirse, pero lavarse las manos como Pilatos, no exime a nadie del cinismo que se exhibe al hablar de equidad mientras se ignora a los más pobres.

El COVID19 o coronavirus nos debe servir para comprender que si limitamos los esfuerzos de inclusión digital a zonas donde hay un retorno de inversión para los grandes operadores entonces la prioridad del gobierno no son sus ciudadanos. El tema es complejo y requiere la colaboración de los gobiernos locales y nacionales en conjunto con el sector privado. Limitar a la inclusión digital para quienes pueden costearla es un acto moderno de clasismo .

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