La historia nos indica que las ciudades fueron los primeros centros colectivos de gobierno, donde independientemente de la forma en que se administraban los bienes de la urbe, la responsabilidad de los gobernantes era velar por el bienestar de la metrópolis. La evolución de los sistemas políticos, en todas sus versiones, ha hecho al Estado el heredero de estas mismas responsabilidades.
Claro que en el proceso ha mutado tanto el poder como la influencia del principal ejecutivo de un país. Ni los reyes tienen los poderes omnímodos de hace unos pocos siglos, ni los presidentes en sistemas republicanos pueden tomar decisiones que vayan en contra del poder legislativo o judicial. Al menos, esto es lo dicta la teoría política pues en la práctica el culto cuasi religioso que inspiran ciertos líderes políticos nos recuerdan la fragilidad del sistema.
Lo más importante, en esta realidad tan conocida para América Latina, no son las instituciones o la constitución sino aquel caudillo que endulza mi oído con promesas que la mayoría de las veces no son cumplidas. Los ciudadanos nos olvidamos de que los funcionarios públicos no son seres de otra galaxia que llegan a hacernos un favor, son personas elegidas para administrar los bienes de la nación. Son los empleados del pueblo que reciben un sueldo derivado de los impuestos y otras tasas que cobra el Estado.
Precisamente, debido a la obligación de administrar de mejor forma los bienes del Estado, es que s los funcionarios públicos tienen que hacer un reporte de su trabajo para ser evaluado. Asimismo, es obligación del gobierno poder proveer a quienes son contratados para administrar los bienes de la nación con todos los insumos necesarios para poder ser exitoso en el trabajo.
Si a toda esta receta le comenzamos a incluir la automatización y la digitalización de procesos que desde hace varias décadas está ocurriendo en el sector público, la ecuación se complica. Ahora hay que preocuparse de modernizar las instituciones del Estado para hacerlas más eficientes, reentrenar al personal necesario con las destrezas que necesitarían de forma interna para poder aprovechar todo el potencial de las nuevas tecnologías y simultáneamente comenzar a aprender como las tecnologías de información y comunicaciones (TIC) impactan aquellas áreas del gobierno que caen bajo su responsabilidad.
Dicho de forma más sencilla, los funcionarios públicos tienen que impulsar la productividad y eficiencia de sus divisiones por medio de la utilización de nuevas tecnologías. Simultáneamente, deben velar que los avances tecnológicos se puedan utilizar dentro de los parámetros que permite la regulación existente. El desafío es triple, impulsar la llegada y adopción de nuevas tecnologías mientras se trata de establecer un marco jurídico que no impongan trabas ni permita la competencia desleal que pueda darse por medio de la innovación. Que una tecnología permita ofrecer varios servicios no significa que quien la despliega tenga los permisos y autorizaciones para ofrecerlos.
No es lo mismo ofrecer servicio inalámbrico fijo de banda ancha en 3.5 GHz en México que utilizar ese mismo espectro para ofrecer servicios móviles. Ofrecer servicio móvil podría ser impugnado por un operador satelital y requeriría que quien posea el espectro en esa frecuencia le pague dinero adicional al Estado para poder ofrecer servicio móvil.
Basándonos en la realidad antes descrita, no deja de sorprender que México, la segunda mayor economía de América Latina, se haga de la vista larga al momento de nombrar los servidores públicos que estarán tomando decisiones como comisionados en el ente de regulación para telecomunicaciones el país, el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT).
Creado como parte de la reforma constitucional de 2013, el IFT comenzó sus labores con siete comisionados (dos mujeres y cinco hombres) que fueron elegidos luego de un proceso en el que cada uno de los comisionados tuvo que aprobar varios exámenes que garanticen conocimiento interdisciplinario en el sector. El IFT es constitucionalmente autónomo en su génesis para evitar las críticas sobre la de captura del regulador por los regulados que por tantos años acarreó la extinta Comisión Federal de Telecomunicaciones (COFETEL). El IFT inmediatamente comenzó a causar curiosidad a nivel internacional en torno a su independencia en un mercado tan complicado de regular y con tantos intereses privados tratando de influenciar a los funcionarios públicos como México.
Una independencia que va resguardada por varios pasajes del artículo 28 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos pues los comisionados elegidos para trabajar en el IFT tienen que probar su conocimiento sobre el sector a regular, no tener lazos inmediatos con el gobierno en los doce meses previos a su mandato ni con el sector privado por un periodo de tres años previo a su nombramiento, condiciones que no existen en la mayoría de los estados independientes de las Americas:
- “Haberse desempeñado, cuando menos tres años, en forma destacada en actividades profesionales, de servicio público o académicas sustancialmente relacionadas con materias afines a las de competencia económica, radiodifusión o telecomunicaciones, según corresponda;
- Acreditar, los conocimientos técnicos necesarios para el ejercicio del cargo;
- No haber sido Secretario de Estado, Procurador General de la República, senador, diputado federal o local, Gobernador de algún Estado o Jefe de Gobierno del Distrito Federal, durante el año previo a su nombramiento, y
- No haber ocupado, en los últimos tres años, ningún empleo, cargo o función directiva en las empresas de los concesionarios comerciales o privados o de las entidades a ellos relacionadas, sujetas a la regulación del Instituto.”
Sin embargo, la independencia del IFT aparentemente se pone a prueba con la llegada al gobierno de México de la administración del Presidente Andrés Manuel López Obrador. Luego de enfrentamientos poco lúdicos, mayormente sobre el salario de los comisionados, es bastante claro el malestar que crea a presidencia un regulador de telecomunicaciones constitucionalmente autárquico.
Una relación que se ha hecho áspera en las cortes, como en la oposición del IFT al mal concebido Padrón Nacional de Usuarios de Telefonía Móvil (PANAUT) o en las voces de distintos representantes del regulador en oposición al acercamiento recaudatorio en temas digitales que tiene el gobierno federal de México, por ejemplo, en los montos cobrados por espectro radioeléctrico a los proveedores de servicio móvil.
Frente a este historial reciente de desencuentros es muy difícil dejar de considerar como revanchismo la decisión de la administración del Presidente López Obrador de nombrar los dos comisionados que faltan al IFT para que este alcance su pleno. La historia es sencilla, de los siete comisionados originales del IFT, tres han cumplido su término bajo la presente administración presidencial de México, pero sólo uno de ellos ha sido reemplazado dejando al regulador tan solo con cinco de los siete comisionados que se suponga posea en todo momento el regulador.
Todo parece indicar que estamos más cerca de un IFT operando con cuatro de los siete comisionados, sería el 1 de marzo de 2022, que con uno que cubre las dos vacantes existentes. La situación toma otra tonalidad si se considera que estas vacantes serían llenadas por mujeres expertas para intentar promover equidad e inclusión de género en una entidad, que al menos en los cargos de comisionados, pero sí en otras áreas de trabajo, ha quedado en deuda con la sociedad mexicana en este aspecto.
El IFT no es una entidad perfecta, pero quitarle recursos la hace menos efectiva. En el pasado han surgido voces que piden a gritos una reforma que debilite a un regulador que ha sido utilizado como ejemplo a emular en su autarquía en otras geografías. El hecho de tener comisionados colegiados es un lujo que no ha sido replicado ni siquiera en países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) como los Estados Unidos, donde el mandato presidencial aún impera al momento de nominar candidatos.
Sin embargo, el IFT es una entidad perfectible que puede utilizar sus primeros ocho años de vida para hacer una introspección y modificar aquellos aspectos que en el pasado no han sido eficientes ni se han acercado a cumplir las expectativas creadas en la fundación de la entidad.
Cambiar para mejorar no es reconocer una derrota sino amoldarse a los cambios del mercado, un entorno donde la presencia femenina finalmente se reconoce como una necesidad pues se necesita de la óptica femenina que brinde una perspectiva diferente a la tradicional.
Es necesario recordar que según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) las mujeres representan el 51.2% de la población mexicana. ¿Cómo dejarlas fuera de los procesos que construyen el marco regulatorio para la transformación digital? ¿Acaso ignorarlas no es exacerbar una situación ya precaria de la industria de telecomunicaciones mexicana donde, según las cifras del propio IFT, apenas un 27,6% de las personas empleadas en el sector eran mujeres?
Ojalá las voces de quienes dicen que el IFT se acerca peligrosamente a un escenario de dependencia al poder presidencial, se equivoquen. Ojalá que la desidia hacia el nombramiento de nuevas comisionadas al regulador sea producto del tan común desconocimiento latinoamericano de la importancia de las TIC al momento de reducir la pobreza y fomentar el desarrollo económico de un país.
Lo único claro es que al IFT le urge el nombramiento de sus dos comisionadas para poder tener más recursos y adelantar trabajos esenciales en el monitoreo y regulación de un sector que transversal para el desarrollo del país como lo son las telecomunicaciones. Ningún proyecto económico que presente la administración del Presidente López Obrador podrá ser exitoso sin su componente digital.
Ignorar el rol de las TIC es cometer harakiri digital restándole competitividad al país y alargando los procesos para salir de la informalidad y pobreza que abaten a la mayoría de los mexicanos, sobre todo a los más vulnerables de la población que son mayormente mujeres.