Cuenta la leyenda que, en un pasado mítico, de esos que no pueden ser atrapados con toda veracidad por los libros, existieron gobernantes preocupados por el bienestar de su pueblo. Eran tiempos difíciles, en los que muchas de las maravillas tecnológicas del presente no existían y la vida humana tenía un precio más fácil de averiguar entre los mercaderes del hambre. Tal vez entonces, como hoy día, la melanina era el ingrediente más despreciado en el mundo de la carne.

Eran siglos en los que hasta las deidades se veían comprometidas a velar por sus feligreses, asegurarse que ante la llegada de una plaga o el paseo de un ángel vengador su gente sería protegida con la sangre de un cordero. Así iban convirtiendo elementos de tortura en símbolos de esperanza, hasta que un día la memoria borró la sangre de estos. El tiempo, siempre erosionando la memoria hasta dejarla completamente seca, sin tener como despedida una gesticulación más de quien por tanto tiempo nos protegía.

Los siglos pasaron con la misma facilidad en que llegaron y la humanidad paulatinamente iba quedando deshumanizada. El libre albedrío se convertiría en leyenda protagonizada por aquella serpiente que prometía un futuro de hastío sin mencionar que simplemente ese era el precio de querer ser dioses.

Pero todas esas edificaciones se irán derrumbando, la voluntad pasará a ser controlada por el otro y la incertidumbre venidera pasa a ser la cotidianidad de siempre. Una normalidad en la que se pasa a programar a los humanos para paulatinamente ir controlando su pensar, su reír y su sentir.

La evolución los ha convertido en frágiles recipientes vacíos que pueden quebrarse con unos simples mimos. Por eso es justo y necesario escuchar las alarmas del profeta de turno que nos advierte cortésmente, en ocasiones hasta por un módico precio, de todos aquellos elementos que nos rodean y consumen nuestro espíritu. Finalmente llegaron los males invisibles que tanto escuchamos en las tradiciones e incontables borracheras de los antepasados cometiendo el sacrilegio de seguir vivos.

Ahora el enemigo es otro que hace tangible su cuerpo pero no su daño. Se enarbola sobre las poblaciones enhiestamente para hacer retozar con su presencia hasta a los más aburridos. No importa que anteriormente uno igual ocupase su lugar, que su presencia fuese necesaria para hablar tanto de lejos como de cerca, que sin él no se pueda contemplar videos irreales de la más profunda seriedad.

¿Acaso se olvidan todos que precisamente en uno de esos videos abusadores de destino fue develado como el veneno emitido por la tecnología que poco a poco los mataba? Sobre todo, a los pobres, a los más necesitados, a los que siempre quienes llegan al poder tratan de animalitos simplemente porque sobran. Si, sobran y no es porque son un retrato vivo de nosotros mismos.

¿Y cuál es el resultado de esta rebeldía comunal? La destrucción de aquella red que les daba la posibilidad de no quedar varados en el hipotético caso de transitar una desgracia. De no quedar sin voz cuando la enfermedad ataque, el crimen cobre víctimas y sea necesario pedir ayuda. Si realmente causara cáncer, ¿estarían colocando la misma tecnología cerca del Senado, la Cámara de Diputados o la Casa Presidencial?

Es como si un vil chiste se contara solo: destruyen para no contagiarse y en el proceso eliminan la posibilidad de pedir ayuda cuando surja un brote de la enfermedad que tanto temían inicialmente.

¿Qué hacer? ¿Acusarlos, insultarlos, olvidarlos? Es la fórmula activa desde tiempos de la conquista y la abolición y poco éxito ha tenido hasta el momento.

Lo único que nos queda es esperar al cumplimiento de la profecía que habla de un líder que olvidará las culpas, abrazará los problemas y se preocupará por brindar explicaciones a todos por igual. Se apropiará de la máxima de que cada acción tiene una reacción e impulsará, como principal alma ante demagogias de santos profetas, la educación.

Mientras eso ocurre, me tocará cumplir con mi parte, intentando explicar como la 5G no es la causante del coronavirus.

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