Hay pocas cosas en la vida que son más subestimadas que la distracción. Ese poder de cambiar el foco de la atención de las personas, mudando en el proceso su estado de ánimo. Podría mencionar numerosos ejemplos de distracción, desde videos de animales hasta cientos de TikToks de los influenciadores de turno. Lo anterior sin demeritar el escándalo de moda en la farándula, no olvidemos que lo importante es variar temas para mantener la atención.

Hasta parece que, sin una buena dosis de distracción, corremos el riesgo de quedar completamente condenados al más vergonzoso de los ostracismos. Es casi imposible justificar que no se ve la serie de moda pues se corre el riesgo de quedarse al margen de las nuevas referencias culturales, aunque la mayoría sea de duración efímera. Luego hay que lidiar con la violencia abstracta de los seguidores más extremos de estas realidades alternas.

Me refiero a esos sujetos que gozan narrando la trama de cualquier serie o película. De los que arruinan una canción con datos innecesariamente desagradables y que se sienten peritos de un mundo que, aparte de entretenerlos por un rato, no contribuye mucho más a su vida. Existen demasiados expertos en Juego de Tronos, en películas de superhéroes y series de zombis. Quizás en la Antigua Roma, esa del pan y circo, hubo demasiados especialistas sobre luchas de gladiadores. Total, en un mundo donde se les garantizaba recibir gratuitamente pan a los ciudadanos, algunas preocupaciones dejaban de existir.

Lo peligroso de las distracciones, tanto las tangibles como las digitales, es que crean una visión de embudo que no permiten a la persona ver más allá de lo que tiene al frente. Si, por un lado, le presta toda su atención al pasatiempo de moda; por otro, la vida le pasa por el lado sin que se llegue a enterar.

Ante esta eventualidad, queda claro que las distracciones son armas muy poderosas para quienes tienen como objetivo impulsar alguna norma o alcanzar alguna meta. En lugar de enfrentar cuestionamientos u oposiciones, simplemente se crea alguna diversión y problema resuelto.

Muy bien lo dijo Goebbels que para distraer tan solo hay que crear mentiras que unos pocos lleguen a entender como verdades. Incendiar con exageraciones la mecha ya existente de los prejuicios, moldear la moral hasta darle una tonalidad visceral que se refleje en intolerancia, división y un ciego seguimiento a lo que diga quien nos manipuló desde el principio. Sí, las distracciones son oro en el mundo de la política. Oro que aumenta con el incremento en seguidores.

Tal vez, en la incredulidad de nuestro presente, haya pocos distractores más habilidosos que el presidente de los Estados Unidos de América. Ese que quiere regresar la grandeza a su país sin indicar a qué periodo de tiempo se refiere, que lo determine en la psique de cada seguidor. Queda claro que el pasado que vocifera el líder supremo está vestido de blanco, es conservador y extremadamente racista. La década de la grandeza es lo de menos ya que su importancia radica en la asquerosa relación que hace el interlocutor de ese pasado idílico con los niveles de melanina de cada ciudadano.

Mientras eso ocurre se le acusa de racista y se le alaba como gran líder. Poco importa que su país, Estados Unidos, continúe agregando diariamente más de veinte mil nuevos casos de COVID-19. Ya no es noticia, no importa, el virus no fue curado con una vacuna, pero si eliminado por otras distracciones.

Sin embargo, cuando se regresa a lo cotidiano, a lo que verdaderamente importa, encontramos que un poco más al sur, en México, hace muy pocos días se anuncia con toda algarabía un pedido de reforma constitucional para arreglar algo que, en palabras de una periodista argentina, no estaba roto. No importa, la locura invadió las masas, los memes fluyeron por redes sociales y todo el sector de telecomunicaciones mexicano se enfocó en responder una monografía mal escrita que a los pocos días sería desahuciada.

Monumental distracción en un país donde el COVID-19 continúa haciendo estragos, muchos hospitales comienzan a ser desbordados y la ineptitud del primer ejecutivo hace gala en la declaración de un supuesto decálogo para hacer frente al virus; prácticamente nulo contenido científico y mucho concepto prestado del Secreto, donde si deseas algo con todas tus fuerzas la ley de la atracción te lo vuelve en realidad.

En fin, diez principios que remontaban al país a adentrarse a un pasado de poco más de cien años pareciendo resucitar consignas cristeras en lugar de medidas de precaución ante un pueblo en el que cada vez más personas lo desean devorar vistiéndose de Huitzilopochtli.

Si fuese mal pensado diría que ninguna distracción es fortuita y me referiría a la monografía como un termómetro que buscaba tomar la temperatura de la industria. Lo hermoso de la distracción es que hubo tanto énfasis en sus letras y mensajeros que se han olvidado de preguntarse o cuestionarse cuál ha sido su verdadero origen.

Algo muy similar ocurre en la frontera norte, allí arriba, luego de pasar las jaulas de niños que duermen en los suelos y que ya no son noticia porque nos la pasamos distraídos.

Un pensamiento en “El mundo de la distracción

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