Columnista Invitado, Enrique Carrier

Enrique Carrier cuenta con más de 30 años de experiencia en el sector de las tecnologías de información y comunicaciones (TIC). En la actualidad se desempeña como director para Carrier & Asociados y es considerado uno de los líderes de opinión para el sector TIC de Argentina. Su cuenta de Twitter es @enriquecarrier.

Febrero 2020. En el mundo los casos de contagios de Covid se disparan en distintas geografías. Arranca en China aunque con un fuerte impacto inicial en Europa. Entre los aspectos negativos de la globalización está la rápida propagación por todo el mundo. Latinoamérica, lógicamente, no quedó al margen y con ello tampoco de las distintas consecuencias que acarreó.

Sabido es que la pandemia puso en evidencia, como nunca, la brecha digital, tanto en sus raíces geográficasa como socioeconómicas. El aislamiento forzado marcó una diferencia notoria entre quienes tenían acceso a la conectividad y por lo tanto podían, en alguna medida, seguir interactuando con el entorno, y quienes quedaron confinados entre cuatro paredes, con la TV o la radio como principal ventana de acceso a ese mundo exterior que se había convertido en tan lejano.

En este escenario, resultó natural que los diversos gobiernos nacionales tomaran distintas medidas para paliar, aunque sea parcialmente, esta situación. Desde la disponibilidad de productos básicos de conectividad a bajo precio, hasta la asignación temporal de espectro para aumentar la capacidad de las redes móviles, más exigidas por aquellos sin acceso a redes fijas. Esto se dio también en Argentina, aunque en este caso, con dos particularidades. Por un lado, el gobierno consideró apropiado optar por una medida estructural para dar respuesta a una situación coyuntural. Por el otro, el país se desenvolvía en un contexto de alta inflación (que alcanzó el 53% anual en 2019).

Inicialmente, el regulador de las telecomunicaciones fue tomando medidas en acuerdo con los operadores tales como: no cortar el servicio por mora, crear planes inclusivos que garantizaban prestaciones básicas, congelar precios de los servicios TIC hasta fin de agosto 2020, permitir navegación gratuita en portales educativos así como en diversas dependencias públicas, entre otras. A pesar de éstas el gobierno tomó, en forma unilateral y sin preaviso, una de las peores medidas (sino la peor) relativas al sector de las telecomunicaciones: la promulgación del decreto de necesidad y urgencia (DNU) 690/2020. Un decreto corto pero lapidario que detrás de la declaración de los servicios TIC como servicios públicos introdujo el control de precios de los mismos. Lo hizo no en forma directa, fijando un valor, sino a través de la necesaria autorización de aumentos en los mismos por parte del regulador. Esto, que en una economía normal no hubiera tenido demasiada incidencia, sí era capital en un país con una inflación anual del 53% en 2019, que se redujo al 42% en el 2020 y que volvió a subir al 51% en 2021 y proyectándose por encima del 60% en 2022. Y como lógicamente quien quiere autorizar aumentos lo hará por debajo de la inflación (de lo contrario, no tendría sentido manipularlos), se fue generando una situación que sólo acumuló presión en la medida en que pasaba el tiempo y la brecha entre inflación y aumentos autorizados se iba ampliando.

Decir que el DNU 690 fue la peor medida que se podría haber tomado, no es exagerado. Fue la primera vez que absolutamente todos los operadores de servicios TIC, fueran nacionales o multinacionales, empresas grandes, PyME o cooperativas, se opusieron a una medida. Nunca en la historia de las telecomunicaciones argentinas hubo semejante consenso en una industria que cuenta con más de 1.200 actores de perfiles y extracciones muy disímiles.

En consecuencia, esta situación llevó a que varios actores (los más grandes así como cámaras del sector) recurrieran a la justicia y en la mayoría de los casos obtuvieron medidas cautelares que dejaban temporariamente sin efecto la aplicación del DNU. Por supuesto, esto no significó que aumentaran sus precios al ritmo de la inflación, porque más allá del amparo legal, también existe otra cosa que se llama “realidad”. Una realidad impactada no sólo por la inflación (que resta capacidad de compra a la población) sino también por una caída del 10% del PBI durante 2020. Claramente, no había mucho margen para que los precios empataran con la depreciación del peso.

Más allá del amparo otorgado por las medidas cautelares, también hay que considerar que se trata de beneficios temporarios, hasta tanto la justicia se expida por la cuestión de fondo. Esto hace que, en aspectos vinculados al mediano y largo plazo, las medidas cautelares no cambien significativamente la situación. Por lo tanto, se mantiene latente el escenario que indica que la actualización de los precios seguirá por debajo de la inflación, lo que implica en los hechos una reducción de éstos y, consecuentemente, de los ingresos de los prestadores.

Cuando esto ocurre, hay una primera víctima: la inversión. Los montos extraordinarios necesarios para desarrollar esa infraestructura crítica no aparecen si no se sabe a qué valores se va a poder brindar el servicio, independientemente de si los fondos provienen de casas matrices o de entidades financieras, por lo que hay que manejarse mayormente con lo que genere la caja. Entonces, lógicamente, los montos a invertir serán sustancialmente menores.

Un claro indicador de la caída en la inversión se ve en el despliegue de la fibra óptica, una tecnología que es clave tanto para dar servicios fijos como móviles. Esto es así porque en la actualidad ningún nuevo despliegue de redes cableadas se hace con otra tecnología que no sea fibra óptica. En este rubro, lo que puede verse en el caso argentino es la abrupta caída en el desarrollo de accesos de fibra óptica al hogar, que venía creciendo a altísimas tasas hasta 2020 para caer en un pozo.

Si bien Argentina siempre estuvo rezagada en cuanto a los despliegues de fibra óptica en la región, justo en el momento en que éstos venían creciendo fuertemente llegó el DNU que significó un freno a esta expansión.

No faltará quien justifique la caída por los efectos de la pandemia. Sin embargo, en la comparación con otros países de la región, Argentina queda mal parada. Mientras que en 2019 los de fibra óptica dentro del total de accesos de banda ancha en Argentina equivalían aproximadamente a 1/3 de Brasil y de Chile y eran levemente superiores a los de Colombia, a fines del 2021 el 16% de penetración en Argentina equivale a 1/4 de Brasil, casi 1/4 de Chile y están ahora por debajo de Colombia. Queda claro entonces que el ritmo de crecimiento de los accesos de fibra óptica en Argentina viene siendo inferior al de otros países de la región, los cuales también pasaron por las vicisitudes de la pandemia y sus efectos sociales y económicos.

Claramente, las cifras muestran que el ritmo de crecimiento de penetración y actualización de las redes en Argentina se ha ralentizado en los últimos dos años, entrando en un impasse cuyas consecuencias se verán con más claridad en el mediano plazo. Pero además, marcan que se logró el efecto inverso al buscado con el DNU, que era garantizar el acceso a toda la población. Por el contrario, el resultado fue un golpe a la inversión que se manifiesta en el despliegue de la fibra óptica, tecnología clave no sólo para dar servicios fijos sino también móviles, ya que para alcanzar los beneficios del 5G, cada punto de acceso inalámbrico necesita estar conectado directamente a fibra.

Argentina lleva ya casi dos años atrapada en su propia telaraña regulatoria, habiendo perdido un tiempo precioso en momentos de gran expansión en el consumo de servicios de conectividad. Dicen que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Una afirmación que vuelve a comprobarse.

Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión oficial de este blog.

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