El mundo sigue su curso independientemente de los cambios que han ido afectando a su población. Lo rutinario hace unas pocas semanas se ha convertido en un espejismo enterrado entre numerosas memorias. El nuevo presente obliga a muchos a revisar cada día las cifras de esta tragedia internacional.
Se nota el cansancio, también el hartazgo, ante los discursos de políticos caducados. Cada uno representa promesas rotas, seres que han perdido credibilidad, sombras que no incitan la misma reacción viral de antes.
La lógica dicta que lo importante es ver que comunican los verdaderos expertos, las experiencias de quienes diariamente viven la batalla en hospitales y salas de cuidado intensivo. Poderoso es don dinero que lograr imponer peros o sin embargos a los resultados del método científico. Hay que acomodar el discurso, alinear las pruebas y olvidarse de las molestosas masas que, si no conocen realmente lo que conviene al país, menos podrán vislumbrar lo que beneficia al mundo.
Si se pone áspero el ambiente, recurramos a los sentimientos. Recordemos los derechos humanos omitiendo sus generaciones (o en términos legales su eufemismo obligaciones). Hablemos de abstractos, de lo que debería ser, de lo aprendido, de lo etéreo y de lo justo. Virtualmente hablemos de un abrazo al unísono de múltiples localidades. Transformarlo en una palmadita en la espalda binaria que sirve para indicar, vas por buen camino: tu conciencia ya puede descansar.
Prescripción médica: repetir lo anterior con distintos voceros al menos unas dos veces por semana o cuando el interlocutor lo estime necesario.
Para cumplir esta nueva rutina es imprescindible poseer dispositivos que nos lleven de una u otra forma a navegar por el ciberespacio. Ese mundo paralelo al que todos nos refieren, donde se esconde desde el Dorado hasta las historias completas que periodistas televisivos nos invitan a visitar. Aparentemente su reportaje a quedado en segundo plano ante el desajuste de alguna figura pública que comenta su alegría o arrepentimiento con el ahínco de ir protagonizando una telenovela.
Allí, casualmente, cerca del cementerio de reportajes, se puede encontrar hasta el nuevo estudio que un centro de investigación ha publicado sobre el impacto y consecuencias del COVID19 en la sociedad.
Claro que luego de leer un par de estos estudios, el resto se convierte en una colección de lugares comunes y obviedades que, aunque al estar reunidas en un volumen tienen su valor, realmente dicen poco de interés para quienes seguramente no serán sus consumidores. Se escribe para la elite, los convencidos, los que ya conocen la enfermedad y su cura. Aún en el mundo del coronavirus la distribución de la información nos fuerza a habitar un mundo al que muchos ciudadanos solo pueden aspirar a pertenecer. ¡Qué lindo sería que quienes realmente necesitan la información pudiesen acceder a la misma!
Sé que peco de pleonasmos, anadiplosis y otros nombres extraños para repetición, que mi mensaje es áspero para algunos, criticable para muchos pero independientemente de la ubicación de la filosofía digital del juez de turno hay algo que no puede taparse con la mano: el campo no existe, lo rural no existe, el mundo gira alrededor de la urbanidad.
Mientras se va reconstruyendo un modelo de vida en el que se incluye el impacto de la pandemia, y los funcionarios públicos van elogiándose o denostándose en singulares discursos, el olvido se va apoderando de todo. Lo que no se ve, no se siente.
Miro hacia adentro, hacia esa América de cantantes y poetas, de dictadores y proxenetas y me encuentro con algo muy vivo en su historia, tanto digital como analógica. El poco interés por materializar un atisbo de atención hacia quienes viven en zonas apartadas con comunicación constante. Lo que debería ser no es precisamente eso, lo que nos entrega la realidad son mínimos esfuerzos por mantener comunicación abierta con esos proveedores locales remotos que no cotizan en bolsa pero que son la única vía de mantener a un grupo de ciudadanos conectados con el mundo.
Una realidad que se va repitiendo en todos los países de América, desde Canadá a Tierra del Fuego, que sirve para establecer silos escapistas donde engavetamos cada uno de los discursos de desarrollo. Esos que incitan actos de constricción y responsabilidades muchas veces generadas por la culpa. Discursos altamente conocidos, eufóricamente aplaudidos, categóricamente olvidados y repetidos: uso de la tecnología para fomentar desarrollo, comunicación, derechos humanos y libertad de expresión. Elementos que a veces tienen que llegar por señales de humo a los páramos, desiertos y selvas de nuestra geografía.
¿Cuántos pequeños operadores de telecomunicaciones han sido contactados para informarles sobre estrategias de teleeducación, telesalud o teletrabajo en las que podría colaboras con otras entidades del pueblo? ¿Cuántos de estos poblados que viven mayormente de la economía informal van a ser considerados al momento de rediseñar la infraestructura nacional para mejorar la reacción de los gobiernos centrales y locales a nuevos desastres naturales? ¿Cuándo dejará de llover sobre mojado?
No observo grandes esperanzas de cambio a corto plazo. Sin embargo, estoy convencido que una vez pase la presente situación no será posible regresar al mundo que dejamos cuando, como privilegiados que pueden trabajar desde la casa, comenzamos con una cuarentena voluntaria. Será un mundo que a corto plazo tendrá menos confianza en sus líderes pero que dará, gracias a esfuerzos particulares, un espacio a nuevas voces.
Antes que nos invada el olvido tan característico de nuestros pueblos, sueño con que estas nuevas voces puedan reclamar y lograr derechos para quienes hasta ese momento no eran importantes para los líderes de turno. Que las alabanzas al Internet vayan acompañadas con todos los servicios públicos básicos a los que supuestamente tienen derecho todos los ciudadanos, esa famosa inclusión digital tan cacareada por publicistas disfrazados de expertos, pero a la que le falta incluir casa, educación y trabajo dignos.
Ojalá suceda antes de que yo también pierda la memoria.